Darius el grande no está bien by Adib Khorram

Darius el grande no está bien by Adib Khorram

autor:Adib Khorram [Khorram, Adib]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Munyx Editorial
publicado: 2021-11-18T23:00:00+00:00


Las ruinas de Persépolis no eran una ciudad entera.

En su apogeo, Persépolis había abarcado una superficie inmensa. Quizá no tanta como el área metropolitana de Portland, pero era grande. La parte en la que estábamos, la de las ruinas —Takhte Jamsheed—, era más o menos del tamaño de nuestro barrio de Portland.

Sohrab me llevó a través de la Apadana, el palacio principal. No quedaba mucho en pie: varias columnas gigantescas, incluso más grandes que las de la Puerta de todas las Naciones; unas escaleras ornamentadas de escalones anchos, bajos y con una inclinación extraña; y unos cuantos arcos de piedra cuya integridad estructural había resistido sorprendentemente bien durante miles de años.

Olía a polvo quemado por el sol por todas partes —y me recordó a cuando mi madre pasaba la aspiradora, lo cual fue un poco raro—, pero no daba la sensación de un lugar mohoso y anticuado. El viento de las montañas de alrededor de Shiraz hacía que corriera una brisa fresca por la Apadana, con una calma y una sutileza que ya quisiera el ventilador bailarín.

En fotos, los edificios antiguos se ven siempre blancos y lisos. Pero, en la vida real, Persépolis era marrón, tosca e imperfecta. Tenía un aire mágico: los muros bajos, los restos de salas antiquísimas, las columnas que se cernían sobre mí como gigantes en un parque infantil ancestral.

Según Sohrab, muchos de los edificios no se llegaron a terminar antes de que Alejandro Magno destruyera la ciudad.

Alejandro Magno fue el Trent Bolger de la antigua Persia.

Mi padre nos siguió hasta la Apadana y sacó el bloc de dibujo.

—Estos arcos son increíbles. —Señaló unos cuantos que parecían medir al menos cuatro pisos.

—Sí.

—Stephen —le dijo Sohrab—. ¿Te gusta la arquitectura?

—Es a lo que me dedico. Soy arquitecto.

De repente, Sohrab alzó las cejas.

—¿En serio?

Mi padre asintió y siguió dibujando.

Quería preguntarle si las ruinas le recordaban a Vulcano tanto como a mí.

Quería preguntarle si quería venir a explorar con Sohrab y conmigo.

Pero no sabía cómo.

Stephen Kellner volvió a contemplar los arcos sobre nuestras cabezas y se mordió el labio. Restregó el pulgar por la página para ensombrecer una zona y siguió dibujando.

—Vamos —le dije a Sohrab mientras dejábamos a mi padre atrás.

—¿Tu padre es arquitecto?

—Sí. Trabaja en un estudio de arquitectura.

—Eso quiero hacer yo. Algún día.

—¿En serio?

—Sí. Eso o ingeniería civil.

—Hala.

Para ser sincero, no tenía claro en qué se diferenciaban.

Pero no podía decirlo en alto.

—Son muchos años de estudio.

—Ya. No es fácil para los bahaíes.

—Ah…

Sohrab asintió, aunque no profundizó en el asunto.

En su lugar, dijo:

—Venga, Darioush. Que nos queda mucho por ver.



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